Presentación

La revista literaria "Boliche" fue creada por tres estudiantes de Literatura de la PUCP. Sus nombres son Bruno Nassi Peric', Jesús Salazar Paiva y Rashell Díaz Castillo, quienes ahora le dan la bienvenida a equipo a Natalia Ríos Subiria, también estudiante de Literatura en la misma casa de estudios.
Este proyecto tiene como fin el difundir la literatura tanto de forma crítica, como en manera creativa. Por lo que se espera combinar trabajos de personas especializadas en la materia, como personas que aún se están abriendo paso, ya sean estudiantes de la especialidad o no.
Es así que los invitamos a participar en nuestros siguientes números enviándonos sus trabajos a :
gdil.boliche@gmail.com

jueves, 24 de junio de 2010

Juan, digámosle así

Jesús Salazar

El cadáver fue descubierto, hace tres días en la mañana, como a las 7, por Jennifer que llegaba con ideas ingeniosas para el momento de “amarse como desaforados”, como solía decir su amante muerto. Pegó el grito más espantoso del mundo. Despertó asustado al portero y la criada exaltada a medio despertarse. Vinieron a toda prisa, para hallarla vomitando en el baño. El portero quedó tieso y la criada gritó y gritó hasta hacer despertar a su compañero. “¡El senador! ¡El senador! ¡Dios mío!”. Jennifer tropezándose a cada y con una sensación a perforación en el espinazo, se dirigió a la sala y llamó a la policía. En sólo dos minutos, la noticia estalló en todos los medios: “Augusto Hernández Saldarriaga, senador de la República había sido estrangulado. Sin embargo, su muerte no sería un hecho aislado, sino que implicaría una terrible amenaza para nuestra nación”.
“Juan”-digámosle así para proteger su identidad de fugitivo-un traumatólogo recién graduado quien no pensara en ningún crimen, hasta la tarde de hace cuatro días, en que no pudo soportar el que el senador, de unos cincuenta y ocho años, fuera el amante de Jennifer, su esposa hace tan sólo tres semanas. Su enojo creciente no fue un estallido brutal de toda su furia contenida, por el contrario, fue decidido a matarlo como si su indignación fuera colectiva e hiciera un mandato. Lo sabía: eran 4 años los de la aventura de su mujer, igual que 4 eran los de su noviazgo. Sus cavilaciones fueron intempestivas y concretas, pero no muy apasionadas: se sentía más verdugo que vengador. Sus armas fueron sólo un tronco grueso y áspero que amenaza la entrada de su edificio al pender entre las ramas de un limonero y sus manos. Ahora estaba alojado en un pequeño cuarto de hotel, en Trujillo, con sólo quince soles, el residuo económico de su fuga. ¡Vaya patrimonio de fugitivo! ¡Quince soles! ¿Qué puede hacer con eso a estas alturas? En su casa, había dejado hacía tres días sus tarjetas, la otra parte de sus ahorros, la que olvidó al partir, toda su ropa, toda su vida. Afuera, en el mundo, sonaba mucho la noticia de un golpe de estado en otro país hispano. Afuera, en medio de una fiesta cercana, una salsa de Héctor Lavoe, que ahora asocia a la muerte, que lo deja medio suspendido y agotado. Era la misma que la del taxi de regreso a casa, luego del crimen.
Juan odiaba el escándalo, pero las circunstancias lo obligaron a imprimir un toque grandilocuente al asunto. No quiso verlo sangrar ni sufrir y lo consiguió: la escena no era macabra, como la del anciano muerto con la masa encefálica zafada, hace dos días, pero para escándalo había mucho, empezando por la víctima misma. Ahorremos detalles. Logró entrar. Lo halló en su despacho. Entró, aprovechando la puerta abierta. El viejo casanova se puso de pie sin poder creer lo que veía: un tipo flacucho con un pasamontañas y un madero cilíndrico. Corrió hacia él, intentanto gritar, pero éste lo golpeó en el abdomen. Le pateó el rostro. Ya en el suelo, lo estranguló. Sin insultarlo, ni decirle quién era, ni una palabra, sólo lo estrangulaba, dejando a sus dedos la misión de aclararle la razón de su ajusticiamiento, sin guantes, dejando sus huellas y manchándose con una creciente hemorragia nasal. Listo, el viejo estaba ajusticiado: la lengua afuera y los ojos desorbitados del senador eran como una siniestra pintura del siglo XVI, o eso pasó por la mente de Juan. Él incrédulo, mirando su obra, se silenció sujetándose el cuello, a la altura de la garganta. Comenzaba a rayar el día. Pensó por un minuto, con la luz del sol, que hubiera sido mejor que Hernández lo matara: así sería más abyecto… sudoso y aún jadeante, resbaló. Vio, desde el suelo, que la laptop del senador estaba prendida. Se le ocurrió algo, ingenioso, súbitamente. Justo estaba abierto un archivo en el que el senador estaba informando a unos tipos que lo habían sobornado: “estoy entusiasta, porque aprobarán la ley, es fijo, ya nos iremos de putas ja ja”. Juan se indignó más y en medio de su indignación encontró otra dimensión a su crimen. Abrió una hoja de Word: “Distinguido Senador, mi mano sólo ha hecho justicia al pueblo, harto de su doble moral y de sus trabajos sucios. Yo, a nombre de la nación, doy inicio a la justicia del pueblo. Su muerte, bien merecida, no me arrepiento, será sólo el inicio de más asfixiados”. No sabía de dónde sacó tanta crudeza, pero fue un deleite personal el desprenderse del lado más pedestre de su delito. Ya había matado a un hombre, no iba a retroceder en lo que en ese instante a cualquiera le hubiera parecido detalles mínimos y es que pensaba que era una nota mal planteada. Escapó, respirando fríamente, sin que nadie lo viera, en silencio. La empleada de la casa dormía y el portero también. Eran las 5 y 30 de la mañana. Se fue a la avenida Pezet y cerca de la embajada de Cuba y abordó un taxi en el que sonaba la canción de Lavoe. Miraba El Golf como si fuera un agujero negro. Cerró los ojos: estaba exhausto como si hubiera levantado una pirámide para enterrar a su faraónico difunto. También se le vino eso a la mente e imagino levantarla ahí, en El Golf. Quedó profundamente dormido. ¡Qué iba a tener la peregrina idea de que Renato, su fiel amigo desde la adolescencia, sabía de esos movimientos turbios y era informante de unos inescrupulosos que querían ganarle la partida al senador! Y que ocho horas y cinco minutos después Renato ya estaría listo para el matadero.
Así, al despertar fue que comenzó realmente la pesadilla. Su mujer no estaba. Llamó ella para decirle que estaba en la comisaría, que fuera a verla porque Augusto –“¿Augusto? ¿Qué, ya no es el Senador Hernández para ti?”- había sido asesinado brutalmente y que estaba asustada, que aún no lo creía. Sin pensar, ni decir nada, se puso un saco y salió para allá. Ella colgó, sorprendida de no ser interrogada. Sin embargo, ni su mujer, ni nadie sospechó de él, ni se atrevieron a insinuar alguna relación. Total a ella no le preguntaron por qué a las 6:30 de la mañana no estaba en la casa. Él, en general, no quiso pensar, ni quiso saber nada, sólo sabía que se divorciaría pronto. Salió, aunque dijo que sólo por un momento. Regresó a casa y abrió su cajita de dinero, la que le ocultaba a su mujer, y sacó quinientos ochenta soles. Tomó un taxi y se fue a una agencia de buses. En un bus cama, se dirigió a Trujillo, sin ninguna razón en especial, quizá porque tuvo una novia guapa y rica de allá hace varios años. En el camino, la recordó; sí quizás haya influido ese recuerdo. Al llegar a Trujillo, fue que se enteró de que Renato había sido interceptado, cuando se disponía a entrar a un restaurante en Miraflores, por tres patrullas policiales y se había resistido al arresto, resultando herido de un impacto de bala, en el hombro. Las investigaciones lo hallaban culpable del homicidio. “Tenía motivos para matarlo” afirmó el fiscal ante cámaras. El Presidente, en persona, salió en tres programas a felicitar la rapidez con que se resolvió semejante crimen que “al margen de las discrepancias políticas, es objeto de repudio para toda la nación, pues cegó la vida de un hombre altruista y preocupado por las necesidades de los más olvidados, además de querer imponernos el terror con su muerte que es la de un mártir. No, compatriotas, esto no quedará impune, todo el peso de la ley caerá sobre este criminal”.
¡Qué cosa era eso! ¿Qué diablos pasó por la mente de los de criminalística para creer que Renato era el homicida? ¿Cómo en cuestión de horas ya se preparaba la horca a quien hasta hace poco iba a hablar de detalles para su boda con su novia francesa, que lo esperaba en ese restaurante miraflorino? Acusan además a Renato de querer conspirar contra el Estado y le abrirían otro proceso para investigar sus vínculos con terroristas. Ayer, un abogado respetable; hoy, un mafioso y un terrorista. Lo peor es que todo apuntó a Renato. Un detective incluso declaró que había confesado camino a la comisaría “dijo que usó un fierro”. “¡Cómo va a confesar!”
Él se acuerda de lo que hizo, ir de madrugada a asesinarlo, ayudado de un tronco. Le hubiera gustado creer que fue Renato, pero recuerda el golpe que le atestó... sus ojos salidos. Obviamente, no quería que su amigo purgase una pena que no merecía, aunque se descubrió que andaba en negocios turbios, pero eran cosas distintas. Tampoco quería ir a la cárcel, porque sabía que sería una lenta y humillante muerte en algún rincón putrefacto. Que prefería estar muerto, resolvió, entre interrogantes que se pueden resumir en“¿Qué pasa, quién o qué me protege y por qué?”. En estos tres días, nadie lo recordó, ni lo buscó: era como si el mundo deliberadamente hubiera querido olvidarlo. ¿Podía volver a casa o debía largarse para siempre a despertar del sueño en otra ciudad grande y bulliciosa? Pensó francamente en un suicidio. Hasta hizo un dibujo de la escena. Así, se dio cuenta que nadie lo buscaba y que quizá lo más represivo en la justicia del mundo era que le adjudicaban la terrible responsabilidad de ser quien aplique la justicia sobre sí. Pensó en ir a Chiclayo, a ver que pasaba lejos de esta ciudad, qué le decían otros campos. Pero guardó primero su dibujo del suicidio. Se para ahora y se mira al espejo. Acaba de recordar que sólo tiene quince soles.
Es claro que no volverá a su casa. Se agarra la cabeza y se la rasca con desesperación, dejándose caer en la cama. El frío de la noche, que desde hace tres días ha estado muy raro, parece de fuego, aprieta la piel, hace bulla de remolino, de trampa del desierto, como cuando una ciudad será arrasada por la culpa de un pecador. ¡Esto no es broma, empieza a destruirse la ciudad! ¡Ahora mismo se oyen caer piedras de los cerros!... ¡Y eran ruidos lejanos! Estallan tiendas, hay incendios en la ciudad, ¡las pistas colapsan y se abren profundos forados, llueve a cántaros, se ocultan las estrellas!…el ganado de los campos se dispersa y llega al centro de la ciudad. La gente grita espantada, en las calles: una familia se abraza y se oculta debajo de su mesa, mientras estalla una refrigeradora. Juan sale al balcón de su habitación y mira un derrumbe tras otro: fuego y lluvia en aumento. Se evidencia su miedo en el rostro, suelta algunas lágrimas, se arroja al suelo. Se levanta parcialmente a ver. "¡Quédese en su habitación, así estará a salvo!", le gritan unos bomberos, desde la otra vereda.

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